Es difícil encontrar en Niamey un lugar como la digue. Las calles de la ciudad no invitan a pasear. Las aceras que existen no están pensadas para que el peatón circule alegremente o corra un domingo por la mañana. La mayoría de las vías son de arena sucia en la que se suele acumular basura. No hay escaparates para ir parándose y curiosear. Tampoco hay parques o edificios de época que embellezcan el entorno.

Por estos motivos, para pasear, desconectar y relajarse hay que ir a la digue. Afortunadamente, este lugar en plena naturaleza, se encuentra a pocos kilómetros del centro. Es fácil acceder y una vez que llegas, te bajas del coche y comienzas a caminar, todo el ruido y el ajetreo de la capital parecen estar a años luz. Se trata de un dique. Un simple dique de unos cinco kilómetros de largo que bordea el río Níger y que se integra en el paisaje como si siempre hubiera estado ahí.

La digue fue construida en 1963 por mujeres de la zona para evitar las inundaciones de sus casas y cultivos con la crecida del río durante los meses de lluvia. Muy degradada por el paso del tiempo y para evitar más catástrofes naturales, fue reformada en 2011 por la gobernadora de la ciudad Kané Aichatou. Hoy en día es un lugar muy especial al que la gente acude por diversos motivos. Allí se lava la ropa. Hombres y mujeres de diversas edades acuden a la digue con sus baldes y su Lavibel para poder lucir sus conjuntos en condiciones. A unos tres kilómetros del inicio del recorrido, nos topamos con el place to be de los jóvenes. Una hilera de árboles preciosos con troncos blanquecinos dan sombra durante varios metros y allí se reúnen para charlar, beber té, jugar a las cartas, fumar cachimba, presumir de moto y ligar. Chicos por un lado y chicas por otro, faltaría más.

Suele haber cabras, vacas y algún burro. Los burros suelen estar solos a su aire. Las cabras y las vacas suelen estar acompañadas por un pastorcillo de corta edad y con más ganas de jugar e ir colegio que de contar y supervisar animales. De vez en cuando se ven vendedores ambulantes de té. Se trata de personas que deambulan por las calles, en este caso por la digue, con una estructura de madera. En ella transportan té, azúcar, agua caliente, carbón para calentar el agua y hacer el té, vasos de té y algún que otro artículo fácil de vender como cerillas o bolígrafos.

Son impresionantes la luz, los colores y el silencio de la digue. Hay cantidad de pájaros de diferentes tamaños y colores y cantidad de vegetación. Parece mentira ver tanto verde en un país de clima desértico. Hay zonas de cuento como los lugares en los que crecen nenúfares. Cientos de ellos, con enormes flores violetas, cubren el agua casi estancada que se instala a la derecha de la digue en los meses de lluvia (entre junio y septiembre) y antes de la estación seca. A veces, hay pescadores en sus estrechas piraguas de madera cogiendo pececillos. Se ven también bastantes zonas de cultivo que parecen ser de la gente que vive por la zona, pero algunas están regadas por modernos aspersores. ¿Chinos? Probablemente.

Antes de llegar al final de la digue, el recorrido hace una gran curva. Es un lujo sentarse ahí tras cinco kilómetros de marcha y observar la inmensidad del rio Níger con la corriente de sus aguas que se dirigen al sur buscando el océano Atlántico. En frente se ve alguna isla, a la derecha las famosas montañitas apodadas «Tres Hermanas» y, si hay suerte, se pueden divisar hipopótamos.

Entre los meses de marzo y junio el paisaje de la digue se seca, el río se estrecha y a las islas de enfrente se puede llegar caminando. Sea en la época del año que sea, este lugar te da un respiro; el mismo que hay que tomarse antes de hacer los cinco kilómetros de vuelta al coche para volver al bullicio de la ciudad.